La historia de cómo conocí a las Brujas de la Noche es larga y turbulenta. Contarla de forma que todos entiendan implica explicar este mundo paralelo al nuestro, que la mayor parte de la gente no sabe que existe. Como tal, voy a empezar por lo que, para mí, fue el inicio: el evento que me dio a conocer este mundo.
Desde joven que tengo interés por la exploración urbana. A los trece años, me incorporé al grupo de Braga y, durante los años que siguieron, exploré las ruinas de solares, fábricas, monasterios y muchos otros edificios interesantes. Sin embargo, sólo cuando ya estaba cerca de mis treinta años, es que me atreví a hacer una exploración sólo.
Fue a una casa en la parroquia de Palmeira, en las afueras de Braga. Yo la había descubierto durante una de las muchas visitas al Palacio de la Dueña Chica que el grupo organizaba. A pesar que la casa me llamó la atención, más nadie mostró interés en la explorar. Era una casa pequeña, sólo con planta baja, y con nada que la distinga de las que la rodeaban. Pero algo en ella me llamaba. Tal vez porque me recordaba a la casa de mi bisabuela, o porque era antigua y sabía que podía contener testimonios de la vida de antaño, que no se encuentran en ninguna casa moderna.
Así, en una tarde de domingo lloviznosa, cuando mi mujer había ido a visitar a sus padres con nuestra hija, conducí hasta la vieja casa. Tomando cuidado para que los vecinos no me vieran, entré por una ventana cuyos vidrios y persianas habían sido vandalizados.
Del otro lado, encontré lo que era de esperar: una sala llena de vidrios rotos, jeringas y muebles destruidos. Todo lo que tuviera algún valor, ya había sido saqueado hace mucho. Aún así, no me rendí. Con cuidado, temiendo encontrar a alguna persona no recomendable, comencé a explorar la casa.
Entré en el pasillo, que daba acceso a dos divisiones más. Pasando por encima de los restos rotos de puertas, entré en la habitación, donde el escenario no era mejor que en la sala. En la ventana, agitados por el viento, bailaban los trapos que habían quedado de unas cortinas de ganchillo. Montones de ropa cubrían casi todo el suelo, de vestidos negros a sombreros de fieltro, claramente sacados del armario putrefacto y descartados por no tener ningún valor. Curiosamente, y a pesar del interés que los historiadores suelen tener en tales piezas, una cama de hierro, cuya pintura blanca ya había sido casi completamente reemplazada por roya, aún se encontraba en la división, pero boca abajo y arrojada a un rincón. El colchón había sido retirado y puesto en el suelo, apoyado en la pared. Estaba cubierto de manchas rojas, amarillas y blancas; sentí un escalofrío al pensar en todo lo que podía haber allí sucedido.
Me dirigí, entonces, a la división que quedaba: la cocina. El suelo estaba cubierto de vajilla rota, y los armarios, abiertos y vacíos. Todo lo demás, se lo habían llevado.
Desanimado, me preparé para volver a casa. Allí no había nada de interés. Los otros del grupo de exploradores urbanos tenían razón.
Iba a dejar la cocina, cuando un brillo metálico llamó mi atención hacia la pequeña despensa. Allí, por entre los estantes partidos y restos nauseabundos de comida podrida, encontré una puerta. El brillo pertenecía a una primitiva de cerradura de gatillo. La abrí inmediatamente. Del otro lado, encontré una escalera de piedra que descendía hacia la oscuridad. Como era mi costumbre cuando exploraba una estructura, me había llevado una linterna. La luz reveló un sótano en el fondo de las escaleras que, al parecer, no había sido visitado por los vándalos. Tal vez la falta de luz natural los mantuvo alejados.
Peldaño a peldaño, ya que no sabía lo que me esperaba y no tenía certezas en cuanto a la robustez de las escaleras, bajé. En el fondo, me encontré con una verdadera cápsula del tiempo del Portugal de mediados del siglo pasado.
En una esquina, vi a una antigua máquina de coser manual, aún con el pedal y la correa que transmitía el movimiento hasta la aguja. En una mesa justo al lado, descansaba una plancha a carbón. Casi podía ver el humo saliendo de su pequeña chimenea.
En el otro lado del sótano, junto a un sofá de tela podrido, encontré un armario que contenía un radio de válvulas, su carcasa amarillenta testamento de su antigüedad.
Encima de todas las superficies, había testimonios de tiempos pasados: lámparas de petróleo, losas de pizarra, frascos de tinta, etc. Sin embargo, mi mirada recayó principalmente en un cofre de madera agusanada, posado en el suelo al lado de las escaleras. Curioso, lo abrí. No estaba cerrado. Dentro, encontré álbumes con fotografías, algunas de más de cien años. Era triste ver esas fotos de grupos animados, de parejas bailando, de fiestas y pensar que la mayoría de esas personas, si no todas, ya habían partido.
En medio de los álbumes, sin embargo, encontré un pequeño cuaderno. Lo abrí y descubrí que se trataba de un diario. Normalmente, nunca retiro nada de los lugares que exploro, ni creo que algún explorador urbano lo debería hacer, pero tener en las manos el relato de una vida de los tiempos de antaño era demasiado tentador, y mi curiosidad ganó la batalla, como siempre.
Salí de la casa con el libro en el bolsillo. Quería leerlo justo allí en el coche, pero la hora de la cena se acercaba.
Cuando llegué a casa, dejé el libro y me fui a preparar la comida con el resto de mi familia. A pesar de sentirme curioso acerca de su contenido, cené con calma y ayudé a mi hija con los trabajos de casa.
Entonces, me senté al escritorio y empecé a leer. Las historias en el diario eran, de hecho, interesantes, hasta fantásticas, pero de una manera que no había esperado. Mencionaban lugares ocultos en las ciudades, montañas y hasta en el fondo del mar, y encuentros con hadas, vampiros, brujas, duendes y otros seres mitológicos e imaginarios.
¿Sería aquello una obra de ficción, o los desvaríos de un loco? En ese momento, no podía considerar otra opción. Sin embargo, también no podía dejar de leer, porque muchas de las historias se situaban en, o cerca, de sitios que conocía.
Cuando por fin me fui a la cama, ya eran casi las dos de la mañana, y sólo me acosté porque tenía que trabajar al día siguiente. Aún así, con mucho esfuerzo conseguí alejar el libro de mi mente el tiempo suficiente para dormir.
Durante nuestras expediciones a través de los portales en el campamento abandonado de Gerês, ya habíamos encontrado la guarida de cuatro de las Brujas de la Noche. No que eso nos hubiera ayudado a detenerlas o incluso a entender cuáles eran sus objetivos. Lo único que sabíamos era que no querían involucrarnos ni que nosotros nos involucráramos.
Sin embargo, nos faltaba encontrar a la quinta bruja, por lo que aún había posibilidades de obtener respuestas, a pesar de que estábamos quedando sin portales en el campamento abandonado.
Finalmente, tuvimos suerte, si uno puede usar esa palabra para describir lo que sucedió a continuación.
Como habíamos hecho tantas veces antes, atravesamos uno de los portales y, en un instante, nos encontramos en un lugar completamente diferente. Estábamos entre las ruinas de lo que parecía haber sido un castillo, en lo alto de una pequeña meseta. Una muralla baja, que claramente se había reducido con el paso de los años, rodeaba el amplio espacio, que estaba lleno de lo que quedaba de los cimientos de edificios hace mucho tiempo desaparecidos. Reconocí de inmediato que aquel era el castillo de Castro Laboreiro, pues ya lo había visitado varias veces.
Como siempre, inmediatamente comenzamos a investigar el lugar, buscando cualquier indicio de las Brujas de la Noche o sus siervos.
Habían pasado menos de cinco minutos cuando, de repente, oímos un estruendo distante, semejante a un trueno. Sin embargo, el cielo estaba despejado, por lo que de inmediato descartamos la posibilidad de que fuera una tormenta.
El grito de uno de los soldados que nos acompañaba nos alertó de un punto en el cielo que se acercaba. Este rápidamente se convirtió en cinco figuras de negro encapuchadas.
A una orden de Almeida, los soldados les apuntaron los fusiles. No hizo ninguna diferencia. Antes de que estuvieran al alcance de las armas, cada Bruja de la Noche lanzó una bola de llamas a gran velocidad contra nosotros. Apenas tuvimos tiempo de agacharnos detrás de las murallas y muros en ruinas antes de que llegaran a la cima de la meseta.
Explosiones estallaron a nuestro alrededor, esparciendo llamas y arrojando tierra y piedras en todas direcciones. Algunos soldados cayeron, consumidos por el fuego o golpeados por metralla. Y el bombardeo continuó, con las Brujas de la Noche lanzando un torrente abrumador de hechizos explosivos, sin dar a los soldados la oportunidad de responder. Solo había una cosa que Almeida podía hacer:
? ¡Retirada! ? gritó.
Haciendo todo lo posible para evitar las explosiones a nuestro alrededor, Almeida, yo y los soldados sobrevivientes corrimos hacia el portal, esperando que este todavía estuviera allí. Tal era la intensidad del bombardeo, que no tuvimos oportunidad de ayudar a los heridos, y quien lo intentó fue inmediatamente derribado.
Con gran alivio, logré llegar al portal ileso e instantáneamente me encontré en el campamento abandonado, lejos de lo que claramente había sido una trampa de las Brujas de la Noche. Almeida surgió poco después, cojeando, probablemente golpeado por metralla.
De los quince soldados que nos habían acompañado, solo dos regresaron. Desafortunadamente, no cruzaron el portal solos. Tras ellos surgieron, una a una, las Brujas de la Noche.
Estas se elevaron inmediatamente por encima de los hombres de la Organización que guardaban y estudiaban el campamento abandonado y empezaron a lanzar sus bolas de llamas. Los soldados respondieron con sus escopetas automáticas, pero las criaturas volaban demasiado alto y rápido para que lograsen acertarles.
Los hombres y el equipo fueron envueltos y destruidos por explosiones de llamas.
Sin poder hacer nada, me refugié detrás del árbol con el tronco más ancho que encontré y esperé desesperadamente que no me acertaran.
Aunque pareció más tiempo, mi reloj mostró que el ataque no duró ni diez minutos. Cuando terminó, toda la infraestructura ?tiendas de campaña, computadoras, vehículos, etc.? de la Organización había sido destruida, y más de dos tercios de sus efectivos yacían muertos.
Almeida había sobrevivido, aunque con un brazo severamente quemado. Solo yo y dos personas más tuvimos la suerte de escapar ilesos.
Las Brujas de la Noche habían desaparecido por el portal, y nadie se había atrevido a perseguirlas. Era obvio que aquel ataque había sido una respuesta a nuestra intromisión en sus asuntos.
Almeida, a pesar de sus heridas, comenzó de inmediato a restablecer el orden. Llamó a helicópteros para evacuar a los heridos y luego a otro para llevarme de regreso a Braga.
Pasé el viaje pensando en lo que aquel ataque significaba para la investigación de la Organización sobre las Brujas de la Noche. Almeida no se pronunció al respecto y, dada la situación, no le pregunté. También dudo que tuviera una respuesta que darme en aquel momento. Solo el tiempo la traería.
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